Saturación informativa

Feminismo desnortado


El feminismo ha sido una fuerza combativa y transformadora durante décadas. Gracias a él, las mujeres han conquistado derechos reales: voto, acceso a la educación, al trabajo, protección legal frente a abusos… Esos logros no vinieron de cambiar palabras, sino de cambiar leyes. Se conquistaron en los en los parlamentos y en los tribunales. Pero hoy, una parte del movimiento ha tomado un desvío absurdo y estéril: ha sustituido la lucha por la igualdad por una obsesión enfermiza con el lenguaje.

El lenguaje inclusivo es la mayor falacia promovida por sectores del feminismo actual y, lamentablemente, no porque busque la igualdad - que sería admirable-, sino porque se ha convertido en una cruzada infantil, cargada de postureo y vacía de resultados. Nos quieren convencer de que decir «todes» en lugar de «todos» va a acabar con la desigualdad. Que usar la letra «e» va a hacer del mundo un lugar más justo -olvidándoseles que la «e» también abarca el masculino en muchas palabras: piensen en «escritores» o «profesores». Que escribir con «x» o con «@» en los documentos oficiales va a empoderar a alguien. No solo es inútil: es ridículo.

La lengua no es una herramienta de ingeniería social. No se puede moldear al antojo de cuatro iluminados con complejo de profeta. La lengua es una estructura viva, que evoluciona naturalmente, no a golpe de decreto o de consignas ideológicas. Pretender que la eliminación del género gramatical va a solucionar el machismo es como pensar que pintar de rosa una cárcel la convierte en un parque de atracciones. El lenguaje inclusivo, además, no solo no soluciona nada: crea más confusión, más barreras, más distancia entre las personas. ¿Alguien se ha parado a pensar en lo que implica sustituir palabras tradicionales por fórmulas artificiales? ¿Cómo afecta a la comprensión lectora? ¿A la traducción? ¿A la enseñanza? ¿A las personas con discapacidad visual o cognitiva que dependen de sistemas de lectura accesibles? Todo eso les da igual. Lo importante es parecer progresista, aunque no se entienda nada.

Pero lo más grave es que esta ridiculez sirve de cortina de humo. Mientras discuten si tienen que poner «niñes» o «niñ@s», se dejan sin tratar los temas verdaderamente importantes: la violencia, la pobreza, la precariedad laboral, la desigualdad judicial. Eso, al parecer, no da tantos likes ni aplausos en redes sociales; no hace que vemaos a Irene Montero enfadada, aunque ya -por suerte- no esté en el Gobierno. El lenguaje inclusivo es el juguete de una élite ideológica que vive desconectada de la realidad. No lo usa la gente normal, no lo usan los barrios obreros, no lo usa ninguna mujer que está peleando por sacar adelante a su familia; lo usan activistas profesionales que viven del victimismo y que se alimentan de polémicas artificiales. Si se dedicaran con la misma energía a defender reformas legales, a exigir mejores salarios, o a denunciar abusos reales, quizás avanzaríamos algo. Pero no: están demasiado ocupados discutiendo si decir «portavoz» está suficientemente desgenerizado, porque «portavozas» mola más o algo así.

Además, esta obsesión termina volviéndose contra el propio feminismo. ¿Quién va a tomar en serio una causa que se centra en cambiar vocales mientras el mundo arde? ¿Cómo no van a surgir burlas, rechazo, hartazgo? El feminismo fue una causa noble, transversal, cargada de razones. Pero necesita urgentemente deshacerse de estos lastres ideológicos que lo convierten en una parodia. El lenguaje inclusivo no es inclusivo, es excluyente, es clasista porque impone reglas nuevas a quien no puede seguirlas, es autoritario porque pretende reeducar a la gente desde el púlpito moral de unos pocos, pero sobre todo es inútil, porque no mejora ni un ápice la vida de nadie.

En la lengua española, el masculino genérico existe, funciona y no discrimina a nadie. Fingir que es machista es demostrar al mundo que no se tiene ni puñetera idea de gramática ni de sentido común. Como ustedes saben y he dejado caer en alguna ocasión aquí, soy funcionario público y nunca he utilizado esta cosa del lenguaje inclusivo, ni pienso hacerlo; me saqué hace cinco años la plaza que me dio acceso al puesto que actualmente ocupo y puedo asegurarles que, durante las distintas etapas de la oposición, jamás desdoblé ni una sola vez sustantivos y adjetivos y nadie dijo nada; ahora, en mi puesto de trabajo, puedo garantizarles que, diga lo que diga la Administración en sus distintos niveles, yo promuevo el uso del masculino como genérico. Quien no lo entienda es su problema.

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