Saturación informativa

Adultos infantilizados


Vivo con miedo el día a día porque todo son avisos de desgracias que me pueden ocurrir si no sigo los consejos con los que se me bombardea diariamente: hace calor en agosto, no salgan de sus casas en las horas centrales del día, como si en una ciudad como Córdoba no estuviésemos acostumbrados; no se bañen nada más comer, que es malo; los productos marcados en el supermecado con «sin gluten» o «vegano» son mejores. Todo está acolchado, suavizado, regulado y advertido, como si cada paso que damos necesitara una red de seguridad debajo, por si acaso. Hay una obsesión por protegernos de cualquier mínima incomodidad, de cualquier roce con la realidad, de cualquier cosa que se salga de lo previsto, y a fuerza de tanto prevenir, parece que hemos acabado creando una sociedad incapaz de aguantar ni la más leve sacudida. Antes la vida tenía sus riesgos y uno los asumía con naturalidad. Pues claro que había accidentes, errores y decisiones desafortunadas, pero la gente aprendía, se levantaba, corregía y a otra cosa. Siempre se ha dicho que de los errores se aprende, ¿no? Ahora no: ahora todo se llena de instrucciones, advertencias y normas para evitar que nadie se equivoque jamás, y si alguien lo hace, enseguida hay que buscar un culpable, a ver quién no puso el cartel de «piso mojado».

No se trata de negar los avances en seguridad o salud pública porque no creo que nadie quiera volver a tiempos de imprudencia generalizada o a aceptar el sufrimiento como algo natural, pero una cosa es proteger con sentido común y otra muy distinta convertir la vida en un campo minado donde cualquier movimiento requiere supervisión. Estamos confundiendo el cuidado con la infantilización. Se ve en las escuelas, donde hay cada vez más reticencia a que los niños se ensucien, se cansen o se enfrenten a cualquier dificultad emocional. Casi todo se etiqueta ya como «trauma potencial», todo da ansiedad. Un conflicto entre dos críos ya no es una oportunidad para que aprendan a gestionar sus emociones: es una crisis que activa protocolos, informes, mediadores y un sinfín de burrocracia burocracia entre los profesores. En muchos patios ya no hay balón, ni tierra, ni árboles con ramas trepables, no vaya nadie a ver una raja y un niño sangrando; ahora, todo se recorta, se acolcha, se supervisa. Y eso tiene consecuencias: niños menos autónomos, menos resilientes -palabra de moda durante la pandemia de la covid, por cierto-, menos preparados para el mundo real.

Pero no son solo los niños, y aquí viene lo preocupante. Los adultos tampoco estamos mucho mejor. Piensen en el trabajo, en la calle, en las relaciones personales; parece que todo ha de ser cómodo, agradable, porque como he dicho antes, todo se etiqueta como «ansiedad»; cualquier comentario que roce lo incómodo es inapropiado; cualquier situación exigente se vive como una agresión; cualquier crítica, por constructiva que sea, se percibe como un ataque. Hemos convertido el malestar en algo intolerable, como si sentirnos contrariados fuera señal de que algo va mal, cuando muchas veces es justo lo contrario: es señal de que estamos vivos, de que algo nos importa, de que hay que pensar o cambiar algo. E insisto: de los errores se aprende -más adelante, en otro momento, les hablaré sobre esto y mi experiencia personal en los últimos meses-. El problema es que esta actitud sobreprotectora no nos hace más fuertes, sino todo lo contrario porque cuanto más se nos protege, menos capacidad tenemos de gestionar el riesgo, de adaptarnos al cambio, de soportar lo inesperado, perdiendo cada vez más habilidades básicas para la vida. ¿Alguien dijo frustración? 

Se aboga por que todo lo difícil es malo, de que todo lo incómodo es evitable, de que todo lo incierto es un problema, pero la vida de verdad no funciona así, la vida tiene esfuerzos, tropiezos e imprevistos, errores de los que aprender. A veces llueve sin avisar, ¿pasa algo si no me lo ha avisado el móvil?. A veces te equivocas de carretera, ¿pasa algo si no he puesto el maldito Waze? A veces alguien te decepciona, ¿cómo es que nadie me lo ha advertido? Miren ustedes, la verdadera seguridad no está en eliminar todos los riesgos, sino en desarrollar herramientas para afrontarlos.

Quizás hemos llegado a un punto en que hay que reaprender ciertas cosas: hay que reaprender a convivir con el malestar, a aceptar que hay días malos, a entender que equivocarse forma parte del proceso de esta vida nuestra, reaprender a confiar en nuestra capacidad de adaptación, en nuestro criterio, en nuestra intuición, reaprender a vivir sin miedo constante a todo. Porque en primavera llueve y en verano hace calor, y no hace falta que cada telediario ni cada boletín radiofónico me lo recuerdo en en cada edición porque nadie en su sano juicio va a irse por el sol en el verano del interior de Andalucía con 44º. C a la sombra. No. Y ello no significa volverse imprudente, ni ignorar los peligros reales, sino recuperar un poco de sentido común, de autonomía y de responsabilidad personal. Significa asimismo aceptar que hay momentos duros y que podemos con ellos, que no hace falta un manual de instrucciones para cada gesto cotidiano y que podemos tomar decisiones, con errores y con aciertos.

El mundo no es un lugar perfecto, desengáñense, y no lo va a ser nunca, pero no por eso tenemos que vivir como si fuera un campo de minas. Tal vez, si dejamos de obsesionarnos con evitar cada posible caída, volvamos a disfrutar del camino, con sus piedras y sus tropezones incluidos. Tal vez, si soltamos un poco el acolchado, descubramos que no éramos tan frágiles como nos hicieron creer. Porque la vida, al fin y al cabo, no está para vivirla envueltos en plástico de burbujas, sino que está para vivirla con todo lo que trae: lo bueno, lo malo y también lo inesperado, y eso, aunque a veces pique, también es una forma de libertad.

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