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El caso es que durante estos minutos en los que miraba estanterías de colores, me sorprendió mucho la frase que escuché a un crío de unos seis años decir a su madre: «¿pero que me las vas a hacer tu las hamburgesas?». El niño era una mezcla de sorpresa, incredulidad y alegría, a partes iguales. No salía de su asombro. Ese bocadillo de filete de carne que problablemente tantas veces se haya comido en el McDonald's -resulta que alrededor de mi barrio tenemos McDonalds y Burger King-, lleno de potenciadores de sabores, sal, azúcar y miles de conservantes, podía comérsela en su casa, de la mejor manera posible: hecha con el cariño de su propia madre y probablemente con menos porquerías que la que se pueda comer en cualquier cadena de comida rápida.
Fíjense ustedes hasta qué punto a alguien que está empezando a descubrir el mundo que tiene alrededor puede sorprenderle algo tan simple como cocinar en casa si no hay hábito de ello; algo que debería ser lo normal es lo excepcional. Creo que un país con una gastronomía tan maravillosa como España no debería parecerse ni de lejos a las guarrerías que comen los yanquis, porque aunque nos pueda parecer muy guay, muy moderno, muy cómodo -o todo lo anterior junto- el que nos vendan en el supermercado hasta un huevo frito, no estamos pensando en los problemas de salud pública que acarreará en el futuro estos productos ultraprocesados. Hay quien no se para a freír un huevo porque no tiene tiempo, pero luego dedica horas y horas al gimnasio porque hay que cuidarse. Menuda falacia y menuda incoherencia de vida.
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