La puerta de tu casa

La tecnología avanza a pasos de gigante, pero lo hace muchas veces sin que nadie se pare a preguntarse si realmente la necesitamos, o si simplemente estamos dejándonos arrastrar por una moda que promete seguridad y comodidad, pero entrega dependencia y vulnerabilidad. La semana pasada leí en El País que una incidencia técnica dejó inutilizada la app de alarmas de Movistar Prosegur. Miles de usuarios se quedaron sin poder gestionar sus sistemas de seguridad, simplemente porque una aplicación dejó de funcionar. La fe ciega en la tecnología, sobre todo en la que toca aspectos tan delicados como la seguridad del hogar, me parece una peligrosa deriva. Se venden cerraduras inteligentes, mirillas con cámaras conectadas a internet, puertas que se abren con una tarjeta o incluso desde el móvil. Pero ¿qué pasa cuando todo eso falla? ¿Qué ocurre si la red cae, si hay un apagón, si alguien hackea el sistema?

Siempre defenderé la utilización de las llaves tradicionales: no necesitan batería, no dependen de servidores remotos ni de actualizaciones que un día cualquiera puedan bloquearte el acceso a tu propia casa. Y tres cuartos de lo mismo con las mirillas digitales: ¿qué necesidad hay de ver en el móvil quién llama a la puerta si basta con acercar el ojo? Y si no estoy en casa, simplemente no puedo atender esa visita. Además, ¿adónde va esa imagen? ¿Se almacena? ¿La gestiona una empresa? ¿Hay un historial? Nos hemos acostumbrado a ceder nuestra intimidad sin hacernos preguntas. Ver quién llama desde cualquier lugar puede parecer útil, pero también es abrirle la puerta (literalmente) a que alguien más pueda ver lo mismo.

En un edificio cercano al mío, hace unos meses instalaron una puerta automática que solo se abre con una tarjeta, nada de llaves ni de mecanismos manuales. Me acordé de ellos durante el gran apagón del 28 de abril de este 2025. En Córdoba capital, concretamente, la luz no volvió hasta bien entrada la madrugada. No sé cómo lograrían desbloquear la puerta, pero seguro que cuando la pusieron a esos vecinos les pareció una magnífica idea. Confiamos tanto en la tecnología que olvidamos que esta también puede fallar, y cuando lo hace, a menudo lo hace en cadena y sin previo aviso. No soy tecnófobo ni rechazo los avances, pero creo que hay que usarlos con criterio, porque hemos pasado de buscar soluciones a problemas reales a crear problemas nuevos para justificar soluciones tecnológicas. En lugar de una llave que funciona siempre, ahora tenemos apps con contraseñas, actualizaciones, fallos del sistema y problemas de conectividad. En lugar de una mirilla que ve sin ser vista, tenemos cámaras que alguien más podría hackear o grabaciones que no sabemos quién almacena.

La tecnología debe estar a nuestro servicio, no convertirnos en rehenes de su propia fragilidad y confiar en ella de forma ciega es como construir una casa sin cimientos: puede parecer moderna y funcional, pero basta una sacudida, como un apagón, una caída de servidores o una incidencia técnica- para que todo se venga abajo. Tal vez, en lugar de correr detrás del último gadget para sentirnos «seguros», deberíamos preguntarnos si no estamos sacrificando el sentido común en el altar del progreso mal entendido. Tal vez haya que reivindicar la vieja llave. Y también la desconfianza sana.

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