La cámara del beso


Sí, voy a hablar sobre la famosa cámara de los besos y a criticarla, y lo hago encabezando esta entrada con una foto de la pareja más famosa de la historia enfocada por una de estas kisscam... y lo hago porque, bueno, a ellos ya los ha visto todo el mundo.

Ya saben de qué va la historia: una pareja de amantes -me encanta esta palabra bien usada- acude a un concierto de Coldplay en Estados Unidos y durante el concierto -parece que es algo habitual allí, creo que en Europa estaría prohibido y con razón-, una cámara se dedica a enfocar a parejas para que se den un beso; enfocan a un hombre y a una mujer que, cuando se ven en una de las grandes pantallas, reaccionan tapándose la cara ella y agachándose él; el cantante del grupo bromea diciendo que si son la pareja más vergonzosa de la historia o están teniendo una aventura. Supongo que en ese momento, lo hizo como un chascarrillo en broma, pero no fue consciente de la repercusión que tuvo, sobre todo porque había acertado. Lo preocupante de este episodio no es solo el mal rato que pasaron esas dos personas, ni siquiera la burla involuntaria del cantante, sino lo que vino después: una exposición viral, millones de visualizaciones, una ola de comentarios, especulaciones, memes... y las consecuencias reales. El precio de una imagen captada sin consentimiento fue, ni más ni menos, que la pérdida de dos trabajos y la ruptura de dos familias. La «anécdota» se cobró dos vidas privadas.

La cámara de los besitos, esa aparentemente inofensiva tradición norteamericana, no creo que sea divertida, no al menos para todo el mundo: una cámara elige a dos personas, las proyecta en una pantalla enorme frente a miles de desconocidos, y espera de ellas un gesto de afecto, como si fueran marionetas del concierto, del partido o de lo que sea. ¿Y si no quieren porque han ido al concierto peleados, pero aun así han acudido porque ya habían pagado las entradas? ¿Y si no pueden porque uno se ha mordido el labio y le duele horrores? ¿Y si no deben porque quienes los acompañan no saben que están liados? Estamos hablando de un mecanismo que obliga, que exige una reacción pública a algo que debería ser privado. Se produce así una especie de chantaje emocional colectivo: si no os besáis, quedaréis como raros, como distantes, como fríos. Si os besáis, todo el mundo asumirá que estáis juntos. Y si resulta que no deberíais estar juntos, como ocurrió en este caso, la maquinaria de la moral pública se pondrá en marcha para castigaros. Ni en Madame Bovary, oigan.

Pero lo que me resulta verdaderamente inquietante es cómo hemos normalizado este tipo de invasiones. Nos parece mal -con razón- que una cámara de seguridad nos grabe en la calle sin permiso. Nos escandaliza que alguien publique en redes una conversación privada, o que nos graben en un ascensor. Y, sin embargo, aceptamos sin demasiada resistencia que una pantalla nos enfoque en un momento de ocio, sin pedirnos permiso, y nos convierta en parte del espectáculo. Y todo porque la privacidad ha dejado de ser un derecho para convertirse en una rareza: todo puede ser grabado, todo puede compartirse. Cualquiera puede ser expuesto ante miles o millones de ojos, en cuestión de segundos, sin contexto, sin defensa posible. Hoy, una persona puede estar desayunando en un bar y, sin saberlo, ser grabada mientras cuenta algo personal, íntimo o comprometido y ese vídeo puede acabar en TikTroll, compartido por alguien con ganas de hacer humor o de denunciar lo que ha escuchado. ¿Y después? Después vendrán los comentarios, los juicios, las conclusiones y, sobre todo, las consecuencias.

Lo que está en juego aquí no es solo el respeto a la privacidad, sino el sentido mismo de la intimidad. Hemos convertido la vida de los demás en un producto. El dolor ajeno es contenido; el fallo, el tropiezo, el desliz, se convierte en espectáculo. No nos interesa la verdad, ni las circunstancias. Nos interesa el impacto, la viralidad, la emoción rápida. Queremos reírnos, indignarnos, compadecernos... pero siempre desde la distancia, sin pensar que mañana podríamos ser nosotros los protagonistas de ese linchamiento. Nos hemos acostumbrado a mirar sin preguntar si tenemos derecho a hacerlo. A opinar sin saber. A condenar sin conocer. La tecnología ha hecho que cualquiera pueda ser juez, jurado y verdugo con solo pulsar «compartir». Y si bien es cierto que todos vivimos en sociedad, eso no debería implicar que todo aspecto de nuestra existencia sea materia pública. Creo que hay algo profundamente perverso en la idea de que, por asistir a un concierto o caminar por la calle, renunciamos automáticamente a nuestra privacidad. No hemos firmado ningún contrato que nos obligue a ser personajes públicos -y, ojo, habrá quien esté encantado-, pero el sistema mediático y social, ahora en manos de todos, nos convierte en monigotes a la mínima oportunidad.

El caso de esta pareja no debería hacernos reír; al contrario, debería alarmarnos, porque ellos han sido víctimas de una exposición no consentida, sí, pero también de nuestra pasividad, de nuestro silencio, de nuestro entusiasmo ante el escándalo ajeno. Hemos aplaudido, compartido, comentado. Les hemos juzgado, sin conocerlos, sin importar las consecuencias. Les hemos destruido simbólicamente con una sonrisa. Y tal vez sea hora de cuestionar este modelo. Tal vez haya que empezar a decir basta: basta de cámaras que invaden; basta de convertir lo privado en tema del momento; basta de consumir la vida de los otros como si fuera una serie. Cada uno de esos «momentos virales» tiene detrás una persona real y, con frecuencia, un daño real, sobre todo cuando los protagonistas son involuntarios. En una sociedad que presume de libertad y respeto, quizá deberíamos defender con más fuerza el derecho a no ser grabados sin querer, el derecho a no aparecer en una pantalla gigante y que esta a su vez pueda ser grabada y compartida, el derecho a equivocarnos sin que el mundo entero nos lo recuerde para siempre. El derecho, en definitiva, a que nuestra vida siga siendo nuestra.

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