Feminismo, historia y verdades incómodas


A veces, cuando veo cómo se usa hoy la palabra «feminismo», no puedo evitar pensar en aquellas mujeres que sí se la jugaron de verdad. No con pancartas cómodas y discursos programados para el Tuiter, sino con su propia vida. En plena Revolución Francesa, Olympe de Gouges se atrevió a escribir la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. Allí pedía que las mujeres pudieran votar, tener propiedades, educarse, hablar en público o divorciarse. Y lo pagó caro: acabó en la guillotina en 1793. Ella misma lo dijo: «Si la mujer puede subir al cadalso, también se le debería reconocer el derecho a subir a la tribuna». Pero ya sabemos cómo va esto: el cadalso sí, la tribuna... ya tal.

Pero en España, mucho antes que eso, ya hubo voces valientes. Fray Benito Jerónimo Feijoo, en 1726, escribió Defensa de mujeres, una obra que desmontaba prejuicios con unas tesis que aún hoy sorprenden por modernas. Reivindicaba que las mujeres no eran menos capaces que los hombres, que podían estudiar, pensar, opinar, aportar. Y lo hacía desde el púlpito, en una época en la que hablar de eso podía costarte mucho. Lo curioso es que ese ensayo, que no desentonaría en ninguna biblioteca moderna de pensamiento progresista ni en ninguna columna de El País, ha sido olvidado por muchos que hoy presumen de feminismo «moderno».

Avanzando un poco más en el tiempo, llegamos a figuras como Clara Campoamor, que se enfrentó al Parlamento republicano por que las mujeres pudieran votar. Mi pecado mortal. El voto femenino y yo, su libro de 1936, es un testimonio en el que cuenta cómo fue despreciada, incluso por compañeros de su propio bando político, por defender lo que a todas luces era justo. Tanto, que tuvo que huir de un Madrid en guerra por miedo a que la asesinaran. ¿De verdad vamos a permitir que se minimice todo ese esfuerzo como si el feminismo fuera un invento de hace dos días? ¿Como si Irene Montero, Juana Rivas y el resto de la banda de la tarta fueran auténticas feministas, más allá de buscar su porvenir -algo legítimo, por otra parte-? El mayor logro de la Montero chica fue iniciar una guerra de sexos que aún hoy perdura. Nos quieren convencer de que el feminismo consiste en mirar para otro lado cuando los abusadores llevan tu misma camiseta política. En callar cuando los trapos sucios caen dentro del propio partido. En aplaudir leyes mal hechas, aunque acaben soltando a violadores. En dar consejos con perspectiva de género y desdoblando mucho los sustantivos y los adjetivos, porque si no somos unos asquerosos machirulos. En indignarnos muy fuerte porque el camarero ha puesto la cerveza a él y no a ella.

Lo verdaderamente indignante es que muchas de las que hoy levantan el puño y hablan en nombre de todas las mujeres se quedan mudas cuando hay que señalar a los suyos. Eso no es feminismo, es hipocresía. Mientras tanto, en países como Irán, el cuerpo de las mujeres sigue siendo un campo de batalla. Mahsa Amini murió en 2022 por no llevar bien el velo. Sin embargo, esa izquierda radical que se ha apropiado del feminismo, derivándolo en muchos casos en hembrismo, siente una inexplicable pasión por esos países musulmanes donde las mujeres no tienen ninguna libertad. Y es que, como escribió Miguel de Unamuno, «el progreso consiste en renovarse», pero también en tener memoria. En no olvidar que el feminismo, el de verdad, el que sale del dolor y de la lucha real, no se puede reducir a una campaña de imagen o a una bandera que se ondea según sople el viento político. 

Porque si algo nos ha enseñado nuestra historia —desde Feijoo hasta Clara Campoamor— es que el verdadero compromiso no consiste en gritar más fuerte, en montar un pifostio con los hijos de Juana Rivas para tener la atención del cuarto poder y llorar mucho delante de las cámaras, sino en defender lo justo aunque no te aplaudan. Aunque te cueste el puesto. Aunque te cueste la vida.

Comentarios